A mediados de la década de los noventa, todavía en la era preinternet, se accedía a contenidos culturales interesantes como malamente se podía. O más bien de puro milagro, si uno vivía en una capital de provincia tan gris como el Santander de la época. Algo se llegaba a rascar si encontrabas algún videoclub que trabajara con distribuidoras independientes o tuviera un buen fondo de cine clásico. En alguna ocasión caía un vídeo interesante en Los 40 de Canal + o se colaba algo aprovechable entre el desfile de figurines de El País de las Tentaciones, pero nada de esto entraba dentro de lo habitual. Y el mítico viaje iniciático a USA o a UK era un lujo inasumible para la gente de mi clase social.
Sin embargo, uno de mis pocos refugios contra el muermo vital lo encontré mucho más a mano de lo que parecía: en la televisión pública. Durante mis años de instituto, las madrugadas de La 2 de RTVE me proporcionaron cientos de noches llenas de gozo gracias a programazos como Metropolis, Televisión Líquida o Cine Club.
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