Algunas notas sobre High Score

El 19 de agosto se estrenó en Netflix High Score: el mundo de los videojuegosEsta docuserie narra la historia de los videojuegos clásicos y presenta a los mismísimos visionarios que dieron vida a estos mundos y a sus personajes, según reza la presentación en la plataforma. Vistos del tirón los seis episodios (gracias, ALSA, por estas palizas de viajes en autobús), no he encontrado motivos para la alegría. Más bien me ha parecido un producto pobre y desaborido, una de esas cosas que aportan tan poco que por norma general ni me molesto en comentar por aquí.

El caso es que ya llevaba unas semanas pensando en sacar algún post a modo de colleja hacia youtubers, bloggers y locutores de podcast especialiados en retrogaming que, a pesar de que atesoran decenas de miles de seguidores, continúan arrastrando una clamorosa dejadez en sus guiones y en su puesta en escena, como si no les importara dar la impresión de que nunca tienen nada importante que contar. Pero es que Netflix, a pesar de que dispone de todos los medios del mundo, ha montado un estropicio de serie que tampoco deja claro a dónde quiere llegar.

Por eso, hoy envío un abrazo fuerte a todos aquellos que publican vídeos y podcast en los que al menos demuestran pasión por echar unas partidillas y comentarlo entre amiguetes, que al final es de lo que trata todo esto. Y dedico este post a repasar algunos detalles que aparecen en High Score que no viene a cuento incluir en una historia de los videojuegos, y también otras cosas que no viene a cuento colar en documental de ningún tipo.

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Las madrugadas de La 2 en los noventa

A mediados de la década de los noventa, todavía en la era preinternet, se accedía a contenidos culturales interesantes como malamente se podía. O más bien de puro milagro, si uno vivía en una capital de provincia tan gris como el Santander de la época. Algo se llegaba a rascar si encontrabas algún videoclub que trabajara con distribuidoras independientes o tuviera un buen fondo de cine clásico. En alguna ocasión caía un vídeo interesante en Los 40 de Canal + o  se colaba algo aprovechable entre el desfile de figurines de El País de las Tentaciones, pero nada de esto entraba dentro de lo habitual. Y el mítico viaje iniciático a USA o a UK era un lujo inasumible para la gente de mi clase social. 

Sin embargo, uno de mis pocos refugios contra el muermo vital lo encontré mucho más a mano de lo que parecía: en la televisión pública. Durante mis años de instituto, las madrugadas de La 2 de RTVE me proporcionaron cientos de noches llenas de gozo gracias a programazos como Metropolis, Televisión Líquida o Cine Club

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