Este texto apareció por primera vez en las páginas del #8 del fanzine Enciende la Mecha, que salió de imprenta en verano de 2018.
A finales de los ochenta yo era canijo y gafoso (incluso más que ahora), y cualquiera que buscara bronca conmigo llevaba las de ganar. Supongo que por eso, si me hubieran preguntado entonces lo que quería ser de mayor en la vida, seguro que habría dicho que me quería convertir en un ninja. Porque a finales de los ochenta los ninjas eran lo mejor que podía haber. Ojos de Serpiente y Sombra eran de largo los mejores G.I.Joes. Las portadas de la revista Dojo y la Décimo Dan eran lo que más molaba en los kioskos (aparte de los cómics y las revistas porno, evidentemente). Los ninjas eran los únicos capaces de poner en aprietos a Chuck Norris y a Charles Bronson. Y al repasar la Historia del Cine encontraréis pocos héroes con más carisma que el que encarnaba Michael Dudikoff en las pelis de El Guerrero Americano.
Convertirse en un superguerrero sigiloso y letal requiere de años y años de durísimo entrenamiento en alguna academia secreta. Pero entonces existía un atajo: solo hacía falta acercarse al bar o a los recreativos, echar cinco duros en una máquina de ninjas y liarse a matar peña.
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