Tengo identificados cinco indicadores que me ayudan a fichar series coñazo desde el primer episodio. Gracias a ellos puedo evaluar de forma rápida y eficaz si una serie no va a interesarme en absoluto, lo que me permite dejar de verla sin miedo a perderme nada importante. Algo así como mi propio Test de Bedchel, aunque quizás debería ir bautizándolo como Test de SpamdeAutor, o Test de Turbolover, o Test de Caneda, para que no parezca que se le ha ocurrido a algún columnista de tres al cuartos si un día se hace viral y llega a elevarse a la categoría de Norma ISO.
Los cinco indicadores en cuestión son:
- Fotografía: predominan los tonos uniformes, apagados y/o neutros.
- Localizaciones: La acción transcurre principalmente en despachos, oficinas, salas de juntas o residencias de lujo. Ausencia de escenas que se desarrollen en espacios abiertos, lugares públicos concurridos o entornos rurales.
- Lenguaje físico. Los personajes se muestran la mayor parte del tiempo en posición sedente o incluso yacente.
- Vestuario: predomina el outfit ejecutivo. Personajes caracterizados como trabajadores poco cualificados o con ropa poco elegante son omitidos o aparecen relegados a roles muy secundarios.
- Interpretaciones. El rostro de los personajes muestra permanentemente un gesto severo (cuando no inexpresivo). En ningún caso se muestra alegría espontánea en pantalla.
Que en una serie se encienda la luz roja de uno de los indicadores no implica nada malo. Si veo que se iluminan dos la cosa empieza a pintar regular, aunque todavía queda margen para que me encuentre ante una gran serie. Eso sí, en cuanto empieza a brillar el tercer indicador la cosa coge un aspecto francamente malo: sé que me voy a encontrar con cosas que tienen que ver muy poco conmigo y/o me resultan aburridísimas. Mejor le aprieto al stop y me ahorro el mal rato.
En cualquier caso, que una serie no muestre ninguno de estos cinco puntos tampoco asegura que vaya a ser buena: puede que tenga un guion de mierda o que la mitad del minutaje sea relleno puro. Pero eso no es lo que me interesa comentar hoy.
El juego del Calamar es el fenómeno audiovisual del momento, y el gallinero que se ha formado en redes sociales es proporcional al (gigantesco) volumen de reproducciones que está alcanzando en Netflix. Así que no es de extrañar que desde hace una semana me encuentre por todas partes con encendidas controversias entre detractores y fanáticos.
No me apetece ahora hacer una evaluación pormenorizada de los méritos y deméritos artísticos de El juego del Calamar para comprobar si justifican tamaño éxito de audiencia (aunque es evidente que si la he visto en tan poco tiempo es porque me ha resultado muy divertida).
Pero lo que respecta al tema de este post, veo que la serie coreana pasa limpiamente el test. No se ha encendido la luz roja de ninguno de los indicadores, cuando buena parte de las series que se estrenan rara vez bajan de las tres señales. Así que entiendo que el resto no tiene problema en mostrarse como tostones grises, mientras que la serie de Hwang Dong-hyuk aspira a ser alguna cosa más. Desde este punto de vista, no tengo nada que objetar a que una serie así triunfe sobre el resto.
En la serie de posts que dediqué hace años a los Envases de cine ya expliqué en profundidad por qué la inmensa mayoría de lo que se estrenaba en salas de cine me resultaba tremendamente repetitivo y previsible. Pues bien, lo que conté en aquellos posts también puede aplicarse a la mayoría de las series que ahora llegan a las plataformas de streaming. E incluso encuentro dos factores añadidos que agravan el riesgo de aburrimiento:
- La urgencia por crear y consumir contenidos. La necesidad de generar de manera constante y masiva horas y horas de contenidos online fuerza a que la mayoría se realicen de forma apresurada. Supongo que trabajar sin tiempo para poner cariño en tu trabajo ayuda a que el resultado tienda a la uniformidad. Los realizadores no cuentan con tiempo ni capacidad para realizar experimentos, el algoritmo que selecciona lo que debe ver cada espectador es bastante cuadriculado, y a la audiencia se le invita a consumir contenidos de forma cada vez más atropellada, con lo que tampoco tendrá ganas de asumir grandes riesgos. Por esto no es extraño que los mismos argumentos y los mismos recursos visuales y narrativos se repitan cada semana en decenas de nuevos estrenos.
- La presión por no parecer vulgares. En la cultura norteamericana, los productos creados para la pequeña pantalla se perciben como objetos de rápido consumo, frente a la Gran Cultura que se estrena en cines o teatros. A medida que en los últimos años las series han ido ganando protagonismo frente a una industria cinematográfica dubitativa, también ha aparecido una especie de sentido de la responsabilidad que lleva a intentar mostrarse ante el público como productos elevados. Así es como nace este esfuerzo permanente por aparentar seriedad, madurez o altura intelectual, a pesar de que por todo lo demás continúan siendo series de televisión como las de toda la vida. Supongo que de ahí vienen tics recurrentes como colar escenas en penumbra en las que apenas se distingue nada, mostrar personajes estáticos para que parezca que piensan en muchas cosas, vestir a todo el mundo como si fueran portavoces de la patronal para que parezcan más respetables o, incluso (esto ha quedado fuera del test, pero es así) el neodestape de colar sin venir mucho a cuento tetas o escenas de sexo con los que alcanzar una calificación como contenido adulto, aunque el resto del guion siga siendo una bobada más propia de una mala serie infantil.
En fin: los cinco puntos del tests son síntomas que, entre otras cosas, denotan falta de mimo e impostura en lo que se muestra en pantalla.
Supongo que la industria audiovisual coreana no ha de cargar con el peso de una tradición audiovisual tan conservadora como la de Estados Unidos. Y que tampoco tienen esa necesidad de mostrarse permanentemente como una cosa que no son. Eso les permite crear cine o series de género sin las ataduras que imponen formatos rígidos, como los que comentaba en Envases de Cine. Así se explicaría que en los últimos años hayan llegado al circuito europeo unas cuantas pelis coreanas tan frescas y tan agradables de ver. Y supongo que, mientras no les venza la presión por producir series y pelis como churros, podrán darnos nuevas alegrías de las que la industria norteamericana parece que ya no se acuerda cómo se conseguían.