El 1 de diciembre se estrenó el último episodio de How to with John Wilson, una miniserie de HBO que me ha brindado algunos de los minutos de televisión más sorprendentes que he visto en este infausto 2020. Buena parte de sus imágenes reflejan lo que John Wilson se encuentra por la calle mientras se pega sus buenos paseos. Y, dado que yo también practico de manera activa el andar por andar y el quedarme mirando cualquier cosa, aprovecharé el post sobre la serie para hablar sobre paseos y paseantes.
How To with John Wilson (HBO, 2020)
La sinopsis que aparece en Filmaffinity reza así:
6 episodios. Un neoyorquino inquieto intenta dar consejos sobre el día a día al mismo tiempo que intenta lidiar con sus propios problemas.
Desde luego, esta descripción ha quedado un poco genérica. Aunque a favor del que redactó estas 23 palabras he de decir que no ha contado ninguna mentira. Pero voy a añadir lo que la wikipedia en inglés cuenta sobre la serie (la traducción es mía) para ver si lo explica con más claridad.
John Wilson trata de dar consejos mientras lidia con sus propios problemas personales. En sus episodios de 25 minutos -planteados como tutoriales y rodados principalmente en las calles de Nueva York- se abordan temas que van desde las conversaciones insustanciales hasta la colocación de andamios. A pesar de que cada capítulo arranca centrado en uno de estos sencillos temas, en el transcurso de su investigación Wilson conoce a gente con la que entabla conversaciones que le conducen hacia direcciones imprevisibles. Por ejemplo, el episodio titulado “Cómo mejorar tu memoria” termina con la participación en una conferencia sobre el Efecto Mandela en Ketchum, Idaho.
Tampoco esto ayuda a sacar de dudas, pero no voy a estirar más la presentación de una serie que se ve en apenas dos horas y media. Solo añadiré que How to with John Wilson parece coger el testigo de los últimos documentales que rodó Agnès Varda, en los que iba por el mundo recopilando imágenes que, simplemente, encontraba por ahí. En este caso, Wilson pilla formatos audiovisuales de derribo (el reality show y los tutoriales de YouTube), y va entablando conversaciones intrascendentes con gente aleatoria que encuentra en sitios que generalmente quedan fuera del foco de la televisión (me encanta cómo se deleita fisgando en la basura o en los así llamados no lugares). Gracias a ello, lo que aparece en la pantalla es un retrato de la ciudad y de sus gentes tan inusual como limpio y honesto. Y graciosísimo.
Dos cosas me han quedado muy claras al terminar la serie: una, que me ha gustado mucho; y la otra, que How To with John Wilson se parece bastante a lo que creo que yo rodaría si alguien me encargara una serie de televisión. Al fin y al cabo, no es tan distinta a las stories que cuelgo en Instagram cuando estoy inspirado y me topo con cualquier mierda por la calle. Y, al igual que John Wilson, lo de dar paseos inútiles lo hago casi a diario.
Los Paseos
La mayoría de los peatones caminan con alguna finalidad: bien lo hacen para dirigirse a un destino prefijado (al trabajo, a casa de un amigo, a la tienda, al bar, a un monumento, al cine…), o bien para realizar un ejercicio físico concreto (caminar durante el tiempo que ha recomendado el médico, cumplir el reto que impone a app deportiva de turno, e incluso queda quien recorre kilómetros úncamente para abrir huevos en Pokémon Go). Sin embargo, a lo que me refiero ahora es al caminar por el mero placer de disfrutar del recorrido. Salir a andar sin haber planeado antes el rumbo ni la hora de retorno. Vagar mirando edificios, árboles, personas, vallas publicitarias, montones de basura o lo que sea que vaya apareciendo. Y hacerlo por pura intuición, sin preocuparse de las recomendaciones de Google, Siri, Facebook o Tripadvisor. Es decir, no tener miedo a pararse y retroceder para cambiar la trayectoria, volver a pasar tres veces por una misma calle, caminar en círculos, o detenerse a mirar tonterías o a comentar cualquier cosa con el primer paisano con el que te cruces.
A base de acumular salidas, es normal familiarizarse con el trazado de las calles e identificar la manera en que unas áreas de la ciudad se relacionan con otras, el tipo de negocios que hay en cada lugar, la superposición de elementos arquitectónicos de diferentes épocas, o la forma en que viste la gente en cada zona. Quizás todo esto termine por conducir a un mayor conocimiento de estos lugares, que en el fondo son un reflejo de las personas que en ellos habitan. O, quizás la caminata simplemente satisfaga las ganas de curiosear y cotillear, que son dos de los pocos placeres permitidos en esta época de restricciones a permanecer en lugares cerrados, a salir del municipio y a juntarse con casi ninguna persona.
¿Aventuras flojas? ¿Entretenimiento de consolación? Vaya, yo no lo diría tan rápido. Si últimamente tus paseos no te han conducido al corazón de algún asentamiento chabolista de nueva construcción, no has descubierto una zona de cruising no identificada o no te han ofrecido un par de guantazos porque a alguien no le gusta que pases por su calle, es que no has puesto suficiente ahínco. Tendrás que calzarte ahora mismo y salir a andar hasta que empieces a hacerlo mejor.
Como casi todas las actividades solitarias y que apenas requieren esfuerzo físico, los paseos sin motivo son un tema recurrente en la historia de la literatura, y sobre todo de la literatura pajera tirando a rancia. Ya sabéis, el Quijote de Cervantes o el Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela dan fe de ello. Pero bueno, ya que estoy metido en materia, voy a comentar algunas obras que no dejan de un poco pajeras carcas, pero que al menos no huelen tanto a alcanfor.
Ciudad abierta, de Teju Cole (Libros del Acantilado, 2011)
Julius, el protagonista de esta novela, se dedica a pegarse larguísimos paseos por Nueva York. Estos sirven como excusa para describir la ciudad tal y como la va descubriendo a su paso, pero también las historias personales de las personas con las que entabla conversaciones. Y todo ello le lleva a enlazar reflexiones sobre su propia trayectoria vital (nació en Nigeria y recorrió distintos lugares del mundo antes de entrar a trabajar como psiquiatra residente en un hospital de NY), la diversidad humana, las desigualdades y las distintas formas de convivencia, el arte, o las heridas morales que dejó el 11-S en los habitantes de la ciudad. Es una novela maravillosa. Por cierto, en su día comenté un pasaje del libro en el que diversos personajes conversan sobre El espíritu de la colmena, de Víctor Erice. Fue en este post.
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Los anillos de Saturno, de W. G. Sebald (Anagrama, 2008)
A lo largo de las caminatas que Sebald se pega por el Condado de Suffolk, en Inglaterra, le van viniendo a la cabeza todo tipo de reflexiones sobre la historia, la naturaleza y la literatura. Y a partir de estas divagaciones se compone esta novela, construida a base de frases larguísimas en las reflexiones se van enlazando de manera espontánea, de la misma forma que los pensamientos desfilan por la cabeza durante horas de caminata solitaria. De nuevo, aquí no importa tanto alcanzar conclusiones sólidas e inequívocas como contemplar cómo las ideas brotan y toman formas que van definiendo la manera en que percibimos el mundo que nos rodea.
En fin: Los anillos de Saturno es otra novela extraordinaria.
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El caminante, de Jiro Taniguchi (Ponent Mon, 2015)
Has acertado: este cómic sigue los paseos de su protagonista por su ciudad. No hay apenas diálogo, solo observación de las personas, los edificios, los árboles, los animales o los riachuelos que va encontrando a su paso. En algunas viñetas se asoman los pesares o las alegrías de la vida personal, unas veces de manera explícita, y la mayoría de las otras simplemente como algo sugerido. Y en el resto, como buen japonés, el protagonista se limita a quedarse mirando lo que encuentra ante sí sin hacer nada más.
El Caminante es una de las obras más afamadas de Taniguchi, el maestro del manga de trazo elegante y la línea clara, de la narración limpia, los sentimientos puros y del espìritu contenido. Detalles todos ellos que en otros autores me resultan bastante repelentes, pero que en el trabajo de Taniguchi (y especialmente en este cómic) hacen que me rinda ante la capacidad hipnótica de sus imágenes. Por cierto, en su día ya comenté este cómic por aquí.