Llegado a este punto toca volver al primer post de esta serie, en el que comenté cómo durante el proceso de hipermercantilización del fútbol los aficionados de toda la vida se habían sentido expulsados de los estadios. Y toca volver a ello ya que, visto lo visto, parece que el mundo de la música vive un proceso similar.
Es difícil recordar en qué momento empezó la escalada de precios de las entradas de conciertos. Pero lo cierto es que al entrar el siglo XXI resultaba raro que un ticket costara más de 5000 pesetas. Sin embargo, en los últimos años, desde Madonna hasta Neil Young pasando por U2, Bon Jovi, AC/DC o Bruce Springsteen, no han sido pocas las que han superado los 60€.
Los cambios en las normativas de seguridad también han alejado a los menores de edad de las salas de conciertos, salvo que acudan acompañados de sus padres. Por otro lado, actualmente son poco frecuentes los espacios alternativos donde los adolescentes puedan tocar o escuchar música en directo. Recuerdo que hace años no era raro que los institutos de secundaria albergaran conciertos de alumnos, sin que importara demasiado que lo que sonara fuera música desagradable o irreverente. A día de hoy eso parece inconcebible. Y dado que los menores de edad no pueden ya entrar en bares y que tampoco quedan pequeñas tiendas de discos, parece que ya no existen espacios en los que la chavalada pueda descubrir y crear música por sí mismos, sin estar directamente tutelados por la industria discográfica (lo que sucede en internet, pero también en las grandes cadenas de distribución de música como fnac o El Corte Inglés) o, quién sabe si es mejor o peor, por sus propios padres.
Algunos cambios en los hábitos de los consumidores se han ido asentando hasta convertirse en normas morales. Desde que hace una década apareció el Ipod se ha expandido como nunca la costumbre de escuchar música desde el confortable aislamiento que proporcionan unos auriculares. Al mismo tiempo ha calado la idea de que el público que acude a un espectáculo de música en vivo lo hace para molestar a los demás. De forma paralela, también ha vuelto la idea de que la experiencia musical más pura solo se alcanza cuando se escuchan discos de vinilo (el formato más aparatoso a la hora de sacarlo de casa) en costosísimos equipos como los ahora tan buscados platos Technics.
Poco importa que no sea fácil sostener estas ideas desde una base racional. A lo largo de la historia –hasta ya bien avanzado el siglo XX- raras han sido las creaciones musicales que no han sido concebidas para ser interpretadas o escuchadas en grupo. Que hubiera gente alrededor no solo no tenía por qué molestar, sino que resultaba un requisito esencial para enriquecer la experiencia de la música. Por otro lado, aunque solo sea por mera física, la música siempre sonará mejor en un espacio amplio, acústicamente bien acondicionado y dotado de unos buenos altavoces, que en la estrechez de una casa con un equipo de sonido limitado.
En fin. No sé si se trata de fenómenos aislados o si guardan estos alguna relación en su origen. Pero sus consecuencias parecen claras. Escuchar música deja de ser una actividad principalmente comunitaria, ya que cada vez se presenta más como un acto de consumo privado. Y, al igual que en el caso del fútbol, del cine y de otras tantas cosas, acudir a un espacio donde poder disfrutarlo con más gente queda reservado bien a minorías selectas, o bien los pobres que se congregan en espacios tan molestos que casi piden que se moleste al resto de los asistentes. Gran parte del público parece sentirse satisfecho con este cambio. Aunque ahora sea más sencillo segregar a unos consumidores de otros para controlar mejor sus hábitos de consumo. Aunque cada vez resulte más complicado interactuar con la música o con sus creadores, al menos si se quiere ir más allá de apretar el botón “Me gusta” de Facebook.
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