Este texto apareció por primera vez en las páginas del #8 del fanzine Enciende la Mecha, que salió de imprenta en verano de 2018.
A finales de los ochenta yo era canijo y gafoso (incluso más que ahora), y cualquiera que buscara bronca conmigo llevaba las de ganar. Supongo que por eso, si me hubieran preguntado entonces lo que quería ser de mayor en la vida, seguro que habría dicho que me quería convertir en un ninja. Porque a finales de los ochenta los ninjas eran lo mejor que podía haber. Ojos de Serpiente y Sombra eran de largo los mejores G.I.Joes. Las portadas de la revista Dojo y la Décimo Dan eran lo que más molaba en los kioskos (aparte de los cómics y las revistas porno, evidentemente). Los ninjas eran los únicos capaces de poner en aprietos a Chuck Norris y a Charles Bronson. Y al repasar la Historia del Cine encontraréis pocos héroes con más carisma que el que encarnaba Michael Dudikoff en las pelis de El Guerrero Americano.
Convertirse en un superguerrero sigiloso y letal requiere de años y años de durísimo entrenamiento en alguna academia secreta. Pero entonces existía un atajo: solo hacía falta acercarse al bar o a los recreativos, echar cinco duros en una máquina de ninjas y liarse a matar peña.
Como no podía ser de otra manera, en aquella época surgieron un puñado de videojuegos de ninjas que lo petaron pero bien. No me detendré hoy a hablar de los que aparecieron para ordenador o consola, porque molaba mucho más jugar en máquina. La del Dragon Ninja (aka Bad Dudes) o el Shadow Warriors eran increíbles. Pero Shinobi era algo especial, que parecía encontrarse por encima de todos ellos.
La primera máquina con el Shinobi salió de la fábrica en 1987, de la mano de la compañía SEGA, y durante algunos años fue un referente total. Tanto que pronto encontró continuación en una saga que incluye juegazos como el The Revenge of Shinobi o Shinobi III para Megadrive, frikadas como el Alex Kidd in Shinobi World para la Master System, y obras maestras como el Shadow Dancer, la máquina en la que un perrazo blanco acompaña a nuestro ninja en el combate. Pero el más importante de todos, el juego realmente esencial, es el primer Shinobi.
En él se maneja a un tipo vestido con un pijama negro, capaz de dar espectaculares saltos y de masacrar a sus enemigos empleando shurikens, ametralladoras, espadas, o incluso con golpes de algún arte marcial que no sé ni cómo se llama. Y, si nos vemos en apuros, una vez por pantalla podemos lanzar una magia capaz de arrasar con todo lo que se encuentra a la vista.
El objetivo del protagonista es derrotar a un poderoso ninja enmascarado que conspira para que Japón se hunda en un nuevo orden de guerra y el caos. Pero creo que esto nunca le preocupó demasiado a casi nadie: lo importante es que hay que superar una a una las cinco misiones del juego. Cada una de ellas consta de tres o cuatro pantallas, que solo se pueden pasar después de haber liberado a todos los rehenes que aparecen custodiados por un ejército de tipejos, entre los que se encuentran desde los macarras de callejón de las primeras fases hasta los samurais zombies de las últimas. Además de que, cómo no, para completar cada una de las misiones será necesario derrotar al aguerrido monstruo final.
No hace falta ser demasiado hábil para superar al gigante que lanza bolas de fuego en el cierre de la primera misión, y con un poco de maña también acabaremos sin grandes disgustos con el helicóptero lleno de ninjas amarillos de la segunda. Lo justo para ir descubriendo el manejo básico del juego en las primeras partidas, en las que también se pueden ir catando las fases de bonus que aparecen al terminar cada misión. En ellas, desde una perspectiva de primera persona, tendremos que matar a las decenas de ninjas que se acercan brincando hacia nosotros. Con que se escape solo uno todo se va al garete, así que no queda otra opción que demostrar todo lo que son capaces de hacer nuestros brazos pajeros para machacar el botón de disparo. Joder, aquello era difícil de cojones, pero servía para soltar adrenalina que daba gusto.
Y ya a partir de la tercera misión las cosas se ponen complicadas. El recorrido de cada pantalla se vuelve más enrevesado, y cada vez que te descuidas cae sobre ti una emboscada de ninjas rojos, verdes, o azules que se lo curran a base de bien para no dejar que salgas de ahí con vida. Y, ojo, si superamos la montaña de estatuas de Buda que trata de aplastarnos al final de la pantalla 3-4, vamos a descubrir que lo peor está aún por llegar. Porque para pasarse las dos últimas misiones no solo hace falta memorizar los movimientos de cada uno de los enemigos que aparecen, sino que también es necesario tener un dominio de los controles y unos reflejos más propios de un ninja real que de un inútil que está perdiendo el tiempo con maquinitas. Pantallas como los palacios de madera de la 4-2 y la 4-3, el bosque de la 5-2 o la casa de las habitaciones de la 5-3 son apoteósicas. Pero bueno: una vez que destruyas al samurai gigante (el monstruo final de la cuarta misión) y al ninja enmascarado (al final de la quinta) habrás salvado al mundo y ya podrás andar por ahí con el orgullo bien hinchado.
La emoción que experimentábamos al jugar (o al ver cómo otros lo hacían) en una de aquellas viejas máquinas es irrepetible. No tiene nada que ver con el placer solitario que se obtiene al meter horas en casa al ordenador o a la consola en los tiempos de la Play 4. Entonces, ser un campeón de los videojuegos proporcionaba fama y prestigio inmediatos entre los colegas, los curiosos y los paleros que se apiñaban en torno a la pantalla. Daba igual que nuestra gesta tuviera lugar en unos recreativos infames o en un bar mugroso (en mi caso, las mejores partidas al Shinobi las eché en el desaparecido Bar La Roca, en la Plaza de la Leña de Santander). Porque pocas sensaciones hay en la vida equiparables a aquellos éxitos logrados entre vapores de puro y fritanga pocha. Como mucho podría asemejarse a lo que se siente en la edad adulta cuando un grupo de siete u ocho personas se apelotona a las nueve de la mañana en el baño de un after convertido en un estanque de pis y mierda. Honor y Gloria de las buenas.