“Pintaba en todos los lugares a donde iba. Todavía lo hago, pero no tanto. No lo haces por las chicas; no parece que se den cuenta. Lo haces por ti mismo. No vas detrás de que te hagan presidente, ni nada de eso”. (Taki, pág. 193)
Acabo de terminar este libro de Craig Castleman sobre el grafiti en Nueva York durante la década de los setenta del siglo pasado, y creo que merece la pena que le dedique un post, y así también aprovecho para cambiar de tema, que ya está bien de tanto hablar sobre música.
El grafiti me parece uno de los fenómenos artísticos más fascinantes de finales del siglo XX. Pero que nadie espere aquí nada sobre Banksys o Keith Harings. Ni siquiera sobre Basquiats. La primera edición del libro se publicó en 1982, cuando todavía no había dado tiempo a que hubiera grafiteros mediáticos ni artistas multimillonarios: esto era cosa de chavales de barrio que rara vez se plantearon que lo que hacían fuera a llegar mucho más lejos que lo que alcanzaban las líneas del metro en cuyos vagones dejaban su firma. De hecho, el grafiti entonces ni siquiera había llegado a las calles españolas…
A lo largo del libro se repasa la evolución del grafiti en Nueva York –y se dan algunas claves para entender qué diferencia el fenómeno neoyorkino de lo que se ha pintado en las paredes de casi cualquier otra ciudad del mundo desde que se inventó la escritura, hace ya unos cuantos miles de años-, se comentan las técnicas de pintura y los métodos de trabajo más habituales, y se repasan escritores, bandas y asociaciones de grafiteros que alcanzaron una cierta celebridad, y también se revisa la cruzada contra el grafiti que llevó a cabo el ayuntamiento de Nueva York en aquellos años.
Castleman consigue reflejar las dualidades del fenómeno grafitero: es un fenómeno artísitico, con el que los jóvenes tratan de humanizar un entorno gris y degradado, pero no por ello deja de ser una respuesta al instinto primario de soltar adrenalina y dar salida a toda la energía adolescente; es algo que nace de la necesidad de los chavales de crear una identidad (el getting up del título, que es la expresión que empleaban los chavales para referirse al acto de hacer una pintada, se traduce como “hacerse ver”), de encontrar su espacio en una sociedad que les ha relegado a sus márgenes, pero también es un acto vandálico, de destrucción de los símbolos (y el mobiliario urbano) de esa sociedad; y pese a tratarse de una acción con la que buscan liberarse de las injusticias de un entorno social muy hostil, a menudo el mundo del grafiti no deja de reproducir buena parte de la violencia estructural que existe en ese entorno en forma de robos, racismo, machismo, rivalidades que pueden terminar en agresiones físicas…
Porque muchos de los protagonistas de esta historia eran carne de cañón, y esa circunstancia aporta escenas de acción a este libro: desde el capítulo inicial, donde se cuenta cómo los Fabulous Five se colaron en las cocheras del metro para pintar por primera vez un tren entero, los encuentros entre policías y escritores del último capítulo o algunas de las vicisitudes de las asociaciones United Graffiti Artists y la Nation of Graffiti Artists, que convirtieron en artistas a colgados y macarras que en algunas ocasiones recogían directamente del suelo de la calle.
Buena parte de la actividad grafitera de aquella época se producía fuera de la ley: no solo el hecho de realizar pintadas en lugares donde está prohibido, sino que incluso la mayoría de la pintura que se utilizaba era robada. De hecho, rara vez los escritores continuaban pintando una vez que cumplían los dieciocho años, para evitar ir a prisión. Por otra parte, los esfuerzos por criminalizar a los grafiteros por parte de las autoridades municipales (con argumentos un tanto pueriles, que por desgracia no son muy diferentes a los que emplean desde mi ayuntamiento casi cuarenta años más tarde) tampoco ayudaban a normalizar el fenómeno. Así que el tema daba pie a cargar el lado tremendista de la narración con este tipo de historias, pero se agradece que el autor haya optado por un tono más técnico. Es por esto que puede resultar un libro un tanto seco para el lector ajeno al mundo del grafiti, pero el hecho de que se respete la voz de los chavales hace que se transmita con fidelidad y sin paternalismos el espíritu de la actividad grafitera.
Y para terminar voy a reproducir un párrafo que me encandiló, en el que un escritor compara la sensación de salir a pintar con lo que piensa que se les podía estar pasando por la cabeza a los artistas del paleolítico cuando se adentraban en las cavernas. Pienso que es una visión mucho más clarificadora sobre las intenciones de un artista que las que venían en cualquier libro divulgativo de los que me hicieron leer en el instituto.
“En uno de esos libros gordísimos de historia del arte leí una vez algo sobre los hombres de las cavernas. Y decía que eran tan avanzados que cuando dibujaban animales para enseñarles a sus hijos cómo tenían que cazarlos o para mostrar su tipo de cultura, sabían que no podían hacerlo en la parte de fuera de la caverna, sino que se iban a lo más profundo y tenían que reptar para pintar en un lugar en el que fuera a durar para siempre. Y me pareció que nosotros hacíamos algo parecido. Cuando nos metemos por los túneles para llegar a los trenes aparcados, a veces dejamos un taqueo en la pared que se quedará allí durante años y años. Y cuando vas avanzando por el túnel, te dices: “Huy, mira, ese de Cliff, y esa de IN, y esa otra de Phase”. Y cuando llegas a las cocheras subterráneas y ves un montón de piezas de Cliff y otras piezas antiguas, de veras que te parecen algo serio” (Lee y Fred, pág. 102)
CASTLEMAN, C., Getting Up: hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York. Capitán Swing Libros, Madrid, 2012.
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