Yo, Tonya

Los únicos deportes que realmente me parecen divertidos de ver en televisión son el Wrestling, el Bolo Palma y el Patinaje Artístico. Sobre el primero se me ocurre que ya existe una película guay: The Wrestler, de Darren Aronofski (2018). Desconozco si alguna vez se ha llevado al segundo a la gran pantalla, pero si no es así espero que alguien empiece a mover hilos para que pronto se estrene algún telefilmazo por lo menos igual de tremendo que el de Altamira. Y por fin me he encontrado con una película que habla sobre el mundo del patinaje sobre hielo: se titula Yo, Tonya (Craig Gillespie, 2017), y me ha gustado.

La película es algo así como una mezcla entre documental dramatizado y el telefilme basado en hechos reales, y en ella se repasa la carrera como patinadora de Tonya Harding. Harding llegó a convertirse en una de las grandes figuras de la selección estadounidense de patinaje artístico en los juegos olímpicos de invierno de Albertville (1992) y de Lillehammer (1994), pero su imagen pública y su trayectoria deportiva quedaron destruidas después de que se viera implicada en un turbio suceso: durante un entrenamiento en enero de 1994, Nancy Kerringan -compañera y al mismo tiempo rival dentro de la selección estadounidense- sufrió una extraña agresión por parte de un desconocido en la que terminó con una rodilla rota. La sociedad tuvo pocos reparos en culparla de haber intentado destruir a la estrella más querida del país.

Recuerdo perfectamente cómo se desarrolló todo aquel caso. Por aquel entonces yo solía ver el World News Tonight, el noticiario de la cadena norteamericana ABC que presentaba Peter Jennings. Lo emitían cada mañana en abierto por Canal +, y me flipaba enterarme de lo que sucedía en USA (y también de cómo se hacían los telediarios en los USA) mientras desayunaba antes de ir al instituto. Bueno, pues el caso Harding/Kerrigan se convirtió en todo un drama nacional para los norteamericanos. De hecho, desde los medios de comunicación se desarrolló toda una historia de rivalidad porque, como la propia Tonya Harding dicen en la película, “el público siempre necesita tener a alguien a quien amar y también a alguien a quien odiar”. Así, el relato oficial insistía en mostrar que todo consistía en una lucha entre la villana y la princesa, la rubia y la morena, la clase trabajadora y la clase acomodada, la rudeza atlética contra la delicadeza artística, la basura blanca contra la América triunfadora. Y, claro, como caso morboso, este folletín lleno de patines, maquillaje excesivo, vestidos con bien de brilli y banderonas de barras y estrellas me parecía mucho más alucinante que toda la caspa que afloraba en los telediarios durante las postrimerías del felipismo: el caso GAL, Mario Conde y Banesto, la corrupción del PSOE, el paro desatado, Juan Hormaechea…

Más allá de la propia trama dramática, la película muestra muchas cosas que me gusta ver en una pantalla: la clase obrera y el lumpen rural de los Estados Unidos, familias disfuncionales, historias de superación que salen fatal… en fin, Yo, Tonya es un relato sobre perdedores en el que lo que menos me ha interesado ha sido la trama de thriller casposo. Porque, a pesar de que Gillespie imita el ritmo trepidante de los hermanos Coen, todo se queda en un mero telefilme basado en hechos reales que le cascan un sábado en Antena 3 y solo nos quedamos a verlo los fans tarados de la gimnasia rítmica. Así que me quedo con ese retrato de la familia que se va al traste, la personalidad destructiva de la madre, el matrimonio catastrófico y, en general, todas las miserias que trae consigo la vida cotidiana en un pueblo de mierda. Bueno, y también con los retazos que muestran el mundo del patinaje artístico: una mezcla de esfuerzo atlético y frivolidad en el que se premia el espectáculo puro prácticamente más que en ningún otro deporte, pero donde la elección de una música o un traje que no conecte con los gustos del equipo arbitral pueden echar por tierra años y años de duros entrenamientos.

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